Mon, 30 May 2022 in Revista Chilena de Antropología
Estéticas rituales. Nuevos antecedentes acerca del uso de la ccahua o unku negro del Niño del cerro El Plomo
Resumen
El presente artículo retoma la discusión efectuada por Grete Mostny (1959) y su equipo científico acerca del estudio realizado a la vestimenta del Niño del cerro Plomo, entre otros análisis, con el objetivo de entregar nuevos antecedentes simbólicos a la luz de comparaciones efectuadas entre rituales altiplánicos y ciertas piezas del ajuar del Niño del volcán Llullaillaco y del Niño del cerro Aconcagua. Estos antecedentes se centran en el estudio de un textil negro, tanto de los niños como el de una estatuilla antropomorfa masculina encontrada bajo el contexto ritual inca denominado Capacocha. Dichos análisis permiten a través de una metodología multidisciplinaria etnohistórica, arqueológica y antropológica, una aproximación al mensaje del rito celebrado en el cerro El Plomo y a ámbitos sociales, políticos y simbólicos de la etnia altiplánica participante en los sistemas de dominio inca del valle del Mapocho. Frente a ello, se establece que la vestimenta del Niño sacrificado contendría en su estructura simbólica, acciones políticas civilizatorias enmarcadas en ámbitos agrarios y pastoriles aymaras.
Introducción
En 1954, la momia de un Niño de aproximados 8 años fue encontrada por “buscadores de tesoros” en la cima del cerro El Plomo (5400 mts.), valle del Mapocho (Chile), y posteriormente estudiada por Grete Mostny, arqueóloga a cargo del Departamento de Antropología del Museo Nacional de Historia Nacional de Chile. Lugar donde se encuentra actualmente este Niño y partes de su ajuar. Los objetos encontrados junto con este infante corresponden a una vestimenta compuesta por un tocado de plumas de cóndor, un llautu negro hecho de cabello humano, un colgante de plata con forma de media luna, brazalete de plata, un unku negro, una yacolla gris con líneas rojas, unos hisscu color claro bordados en rojo, y dos figuras zoomorfas, una masculina de oro y otra femenina de spondylus (mullu), además de 5 bolsitas de cuero de auquénido, las cuales contenían cabello humano, dientes de leche y recortes de uñas. Cabe señalar que la estatuilla femenina de plata con su vestimenta completa que acompaña al ajuar fue encontrada en la misma pirca del Niño, pero en una incursión anterior (Mostny, 1959). Los resultados del estudio de las piezas mostraron que este hallazgo corresponde al de una Capacocha, la expresión material de un ritual inca que manifiesta, a través de la construcción de un “paisaje incaizado” y la ocupación física y simbólica de su cumbre, una serie de elementos envueltos en prácticas de dominio político, territorial e ideológicos mediante la apropiación de espacios de altura concebidos como sagrados (Castro y Ceruti, 2018; Christie, 2018; Martínez, 1983; Marzal, 1995; Molinié, 2010; Pavlovic et al., 2019; Sanhueza, 2012).
Dentro de su reciente contexto histórico, el sitio arqueológico del cerro El Plomo ha sido hurgado sistemáticamente a lo largo de las primeras décadas del Siglo XX. (Ríos, 2009). Señalándose que en el periódico chileno La Nación de 1929, figura un artículo concerniente al hallazgo de 3 estatuillas encontradas en el cerro El Plomo, dos femeninas con sus vestimentas y otra de llamo (La Nación, 1929). Por otra parte, y como aporte a la ciencia, el cuerpo liofilizado en forma natural (Ceruti, 2015) y vestimenta de este infante fue hallado en forma intacta, destacándose además de los objetos ya mencionados, el peinado de trenzas y el uso de una pintura facial color roja con cuatro líneas amarillas que partían desde los pómulos en forma oblicua hacia el centro del rostro (Mostny, 1959). Sin embargo, como anunciamos, la instancia de saqueo de la zona arqueológica nos enfrenta a la imposibilidad de estudiar este ritual de forma completa.
Posterior al hallazgo, fue enviado un grupo de arqueólogos liderados por Alberto Medina, para constatar de forma científica el lugar mencionado por los descubridores del Niño. En la cima del cerro El Plomo este equipo encontró a 5.200 mts. una construcción hecha en piedras con forma elíptica denominada como “adoratorio” y a 5.400 mts. tres pircas de piedra de forma rectangular. Todas con indicios de excavaciones (Mostny, 1959). La pirca mayor, localizada hacia el norte, conecta al poniente con el norte magnético del “adoratorio” (Mostny, 1959), mientras las dos pircas menores se encuentran en forma semi perpendicular a la mayor. Respecto a ellas, estas corresponden al lugar donde se encontraron otras estatuillas antropomorfas, una femenina de spondylus y otra masculina de plata (Cabeza, 1988; Mostny, 1959). Evidenciándose la posible existencia de más cuerpos de niños (Mostny, 1959).
Dentro de los estudios efectuados por el equipo de Mostny al ajuar funerario y a los tejidos (unku, yacolla y tocado de plumas de cóndor) que acompañaban a este infante, se destaca que estos barajaron la posibilidad de que este Niño pudiese provenir del sector de Chiu Chiu (Chile), de la etnia Chipaya (sur de Bolivia) y Lupaca (Titicaca, Perú), es decir, a ámbitos culturales altiplánicos (Mostny, 1959). Por lo tanto, desde esta premisa como propuesta de artículo, se plantea que esta vestimenta es parte del mensaje y función de esta ceremonia, asociada a un rito de fertilidad aymara como lo es la cosecha de papas, su vínculo con los ciclos vitales y su celebración con la aparición de las Pléyades (Bouysse-Cassagne, 1987). La urdiembre, color y adornos de este textil, formarían parte de un complejo lenguaje asociado a ámbitos civilizatorios y ritos de paso, que posibilitan el estudio de esta Capacocha bajo la conformación de relaciones sociales y políticas con una misma “gramática simbólica” y significados afines respecto del sacrificio como fertilización y protección del espacio. Por lo mismo, el objetivo de este artículo es contextualizar nuevas propuestas acerca del posible significado altiplánico del textil del Niño del cerro El Plomo y su función simbólica dentro de esta Capacocha.
Algunas consideraciones etnohistóricas y arqueológicas acerca de una Capacocha
Concerniente al tema sacrificial de niños, es sabido por crónicas hispanas como la de Juan de Betanzos (1880), Pedro Cieza de León (2005), Cristóbal Molina de Cuzco (2010), Martín de Murúa (2018) y Guaman Poma de Ayala (1615), entre muchos otros, que los incas celebraban en distintas ocasiones un rito denominado como “Capaccocha”, “Capac hucha” o “Cachaguaco” 1 , donde sacrificaban a niños, mujeres y hombres (Ceruti, 2015; Cieza de León, 2005). Debiéndose señalar, como menciona María Constanza Ceruti (2015), los escasos hallazgos arqueológicos de cuerpos de adultos, entre ellos, una joven doncella dentro de la Capacocha de cerro Esmeralda (Iquique, Chile), un joven en el cerro El Toro (San Juan, Argentina) y varios cuerpos de mujeres dentro del santuario de Pachacamac (Lurín Perú) (Errea, 2018). Por otra parte, según la información etnohistórica, se cree que una Capacocha tenía distintos móviles dentro del aparataje ideológico y político inca, celebrándose el rito sacrificial en ocasiones relacionadas con la vida del Inca, frente a desastres naturales, hambrunas, una vez al año para cumplir la función de oráculo, cuando iban a la guerra, cuando conquistaban nuevos territorios, cuando “los incas se armaban caballeros”, para sellar pactos de reciprocidad con jefes étnicos, como servicio al Inca, como pago a los templos, para marcar ámbitos territoriales y en fiestas relacionadas con fenómenos astronómicos-agrícolas, como el Capac Raymi, Inti Raymi y la Cuzqui Killa (Cieza de León, 2005; Cobo, 1893; Guaman Poma de Ayala, 1615; Hernández Príncipe, 1623; Molina de Cuzco, 2010; Murúa, 2018). Cabe destacar dentro de las ocasiones mencionadas, que estas no corresponden a una “clasificación” de las Capacochas, sino los motivos que describieron diversos cronistas para celebrarla, pues el acto de sacrificio “servía a un conjunto muy complejo de fines rituales, políticos y económicos y calendarios (Ceruti, 2015). Y que, dada su diversidad, deben ser consideradas dentro de los posibles análisis de las Capacochas encontradas. Concerniente a ello, se han estudiado arqueológicamente aproximadamente veinte Capacochas con sacrificios humanos, la mayor parte en la zona del Collasuyu, a pesar de que la mayoría de las crónicas alude a su celebración en todas las provincias y las huacas principales del Tawantinsuyu. Dentro de este ámbito disciplinario, ha de señalarse que también existen hallazgos de ritos de altura sin sacrificios humanos como por ejemplo el cerro Las Tórtolas, Los Patos, volcán Copiapó (Schobinger, 1999), cerro Quimal y volcán Licancabur (Le Paige, 1978), cerro Peladeros (Pavlovic et al., 2019), entre otros. Todos estos últimos ubicados en territorio chileno.
Concerniente al ámbito material de las ofrendas encontradas en una Capacocha, son conocidos los estudios de Duviols acerca de la importancia de la circulación de objetos, tales como textiles, alimentos, minerales, joyas, vasijas dentro del sistema ritual incaico (Duviols, 2016), así como su tránsito a través de líneas imaginarias denominadas ceques, donde se habrían localizado las huacas (Rostworowski, 2003). Estas ofrendas tendrían dentro de la articulación del rito, diversas peregrinaciones desde los lugares de producción y santuarios existentes en las huacas provinciales y todo el Tawantinsuyu (Ceruti, 2015). Activando y reactivando una relación redistributiva entre la centralidad cusqueña y las provincias bajo un sistema de “dones y contra dones” (Sanhueza, 2012). Respecto a este tema, las crónicas también señalan diversa información relativa al origen de los objetos ofrendados y los niños. Por su parte, Molina de Cusco menciona que los niños a sacrificar eran llevados desde las provincias del Collasuyo, Chinchaysuyo, Antisuyo y Contisuyo en compañía de un séquito de personas. Asimismo, este cronista señala que estos niños eran pequeños y que “trayan ropa y ganado y ovejas de oro y de plata de mollo” (Molina de Cuzco, 2010), mientras Betanzos menciona que estos niños llegaban con aprovisionamiento (Betanzos, 1880). Sin embargo, también está el caso provincial que relata Hernández Príncipe indicando que los objetos ofrendados (“alhajas, cantarillos, topos y dijes de plata”) con Tanta Carhua fueron obsequiados por el Inca como dones (Hernández Príncipe, 1623). Esta información es importante a la hora de evaluar y diferenciar una Capacocha de otra, observándose según ellas, que para la celebración en el Cusco las ofrendas provenían de provincias y para una Capacocha provincial como la de Ocros, los obsequios eran dados por el Inca. Asimismo, estas diferencias pueden llevarnos al análisis no solo de las estatuillas o demás objetos ofrendados, sino al estudio de la vestimenta de los niños y el simbolismo multicultural participante dentro del mensaje del rito. Estas evidencias arqueológicas e información etnohistórica es la que nos hace poner hincapié en el estudio y contraste del unku negro encontrado debajo del Niño del Llullaillaco (Abal de Russo, 2010; Ceruti, 2015) y a la vestimenta negra de una de las estatuillas masculinas del Niño del Aconcagua (Abal de Russo, 2010), debido a que como menciona Cobo, las vestimentas andinas habrían diferenciado a cada “nación” bajo “señas conocidas” debido a la multiculturalidad existente en las provincias (Cobo, 1893).
Antecedentes y discusiones. La vestimenta del niño del Cerro el Plomo
Los estudios del equipo de Mostny referente a la vestimenta del Niño del cerro El Plomo, señalan a modo concluyente que el unku negro y yacolla serían de un tejido ordinario y tosco y que posiblemente habrían sido hechos por su madre (Mostny, 1959). Sin embargo, parte de su ajuar, como el tocado de plumas de cóndor, posibilita pensar que este distintivo alude a una condición social importante dentro de la etnia del Niño y que su uso simbólico (cóndor) aludiría a su condición de mensajero del Hanan; el porte de un llautu negro a su posición como “inca de privilegio” dentro del sistema político y, el uso de un brazalete y patena de plata con forma de doble luna a un ámbito de poder altiplánico circum Titicaca (Guaman Poma de Ayala, 1615; Murúa, 2018). Mismo aspecto simbólico que hizo creer a Mostny, además de su peinado de trenzas, que este Niño podría pertenecer a la etnia Lupaca (Mostny, 1959). De acuerdo con ello, estas distinciones que acompañaban al Niño no se condicen con el uso de un “unku tosco” y sin mayor valor simbólico dentro del rito de la Capacocha del Plomo.
Los estudios textiles a cargo de la Dra. Alicia Brünner determinaron aspectos técnicos importantes del unku del Niño, como, por ejemplo, la trama, urdiembre y torsión del hilado. Sin embargo, estos estudios no fueron contextualizados dentro del ámbito cultural del Niño, los cuales como se indicó, podrían estar inscritos en ámbitos altiplánicos. Respecto a la vestimenta se señala que “la túnica es de textura bastante ordinaria y tosca” (Mostny, 1959); no obstante, estudios de Ann P. Rowe, señalan que la “awasqa” correspondería al tipo faz de urdiembre (tipo de tejido de la vestimenta del Niño), mientras que los “qumpi” a faz de trama (Arnold, 2018). Aspecto técnico que no sería excepcional para este tipo de prendas. Por otra parte, esta sería una característica típica de la ropa de “abasca” de la zona del Desaguadero del Titicaca y altiplano (Bouysse-Cassagne, 1987); y que por lo mismo no guardaría relación con la maestría de las tejedoras de “una casa de escogidas” (Mostny, 1959).
Continuando con la descripción del textil, se indica “que es extremadamente corta, cubriendo apenas el tronco del niño, mientras que la regla general era que llegara hasta la mitad del muslo o hasta las rodillas” (Mostny, 1959). Frente a esta mención, creemos que no existe “una regla general” dentro de la construcción del tejido, puesto que el textil andino si bien posee características regionales propias, no posee dentro de su amplitud territorial una “regla única” para su elaboración, ya sea en su largo, trama, urdiembre, color o diseño (Desrosiers, 1992). Frente a dicha heterogeneidad, y siguiendo el planteamiento de Denise Arnold y Elvira Espejo, creemos que el análisis de la vestimenta del Niño ha ignorado una de las preguntas fundamentales relacionadas con la socialización del textil andino y la manera regional de entender no sólo la aplicación de la indumentaria al cuerpo humano, sino el escenario simbólico y los recursos estéticos desplegados para su visualización (Arnold y Espejo, 2013). Por lo mismo, es importante comprender al escenario simbólico como el lugar donde se manifiestan y despliegan una serie de recursos visuales que guardan relación con las formas que cada pueblo tiene de entender al mundo que los rodea.
Concerniente al largo de la vestimenta, se sabe que en la zona de la costa desde el río Huayas hasta el desierto de Atacama, las vestimentas eran más cortas que las serranas, llegando incluso hasta el pecho o la cintura. Estas poseían listones de cenefas agregadas al largo, mientras que “los niños utilizaban unas huaras tan holgadas como calzoncillos a medio muslo” (López-Oncón y Pérez Montes, 2000). Este ámbito territorial correspondería a colonias lupacas existentes en los valles costeros y al oriente de los Andes (Gallardo, 2013). Ámbito étnico posible, si consideramos la hipótesis de que el Niño sea lupaca. Agregándose que en la zona de Chucuito la “awasqa” solía ser más corta que el “qumpi” (Arnold, 2018).
a. El uso de waras
Frente al tema de las waras o huaras en niños, cabe mencionar que el Niño del Plomo y Llullaillaco no vestirían huaras debido a que no habrían tenido la edad (14 años) para celebrar la fiesta del huarachicuy (quechua) o vicarassiña (aymara) llevada a cabo durante el Capac Raymi, como si lo habría hecho el joven encontrado en la Capacocha del cerro El Toro (Ceruti, 2015) y excepcionalmente el caso del Niño del Aconcagua (Abal de Russo, 2010). No obstante, se desconoce si este Niño habría participado del rito a pesar de vestir huaras, puesto que esta ceremonia sería asociada a la adolescencia y a la virilidad (Abal de Russo, 2010). Por lo mismo, resulta interesante dentro de este contexto simbólico, que en el ajuar del Niño del Aconcagua existan tres huaras y este usara una. Esta diferencia frente al uso de huaras en los niños sacrificados posiblemente se deba a la función de cada una de las Capacochas y su mensaje, posibilitándonos conjeturar que en el caso del cerro Aconcagua existirían marcos simbólicos atribuidos a la etnia costera a la cual perteneció el Niño, la construcción de lo masculino y sus aplicaciones simbólicas dentro del ámbito de la fertilidad ritual. Otra hipótesis posible, refiere a que la wara usada por el Niño del Aconcagua haya sido prestada por alguien mayor, como vestimenta de protección frente al inmenso frío de altura (Eyzaguirre, 2019). Sin embargo, esa lógica no se repite, por ejemplo, en el caso del Niño del Plomo.
b. El uso ritual del color negro
Respecto al unku negro del Niño del Plomo, poco se ha dicho respecto a la importancia del color negro de la lana de llama con la cual se tejió esta prenda. Su estudio determinó que dicha fibra no había sido teñida, sino que la pigmentación era propia del pelo de llama o alpaca, la urdiembre fue tejida con pelo de llama “muy negra y sedosa” y que para la trama se había utilizado lana color “pardo-negruzca” (Mostny, 1959).
Frente a la importancia de la llama negra y su uso, en la lámina (106) de Guaman Poma de Ayala (1615) concerniente a los “Idolos y huacas de los Collasuyus” se observa un sacrificio de infante llevado a cabo en la cavidad de una huaca de altura, donde el niño y dos hombres portan colgando de la barbilla el mismo emblema de doble luna que tenía el Niño del cerro El Plomo, además de estar acompañados por un “carnero negro” para el sacrificio. Concerniente a la importancia del “carnero negro”, Murúa nos informa que los aymaras para disminuir el poder de las huacas de sus enemigos, inmolaban una llama negra de nombre urcu (Murúa, 2018); mientras que Arriaga respecto al uso de patenas, señala que las vestimentas para diversas fiestas y sacrificios debían estar acompañadas de medias lunas de plata llamadas chacrahinca (Arriaga, 1621) y que “la gente principal ponía patenas de oro en sus barbillas y todos ellos iban de esta manera al Templo del Sol para celebrar sus sacrificios” (Horta, 2016, la traducción es mía). Por otra parte, si pensamos en el valor sacrificial de una llama negra, es posible argüir que un animal de un solo color y sin mancha, como comenta Pedro Cieza de León (2005), pudo haber representado una ofrenda sagrada y que, por lo mismo, no solo su carne y sangre tendría ciertos poderes protectores, sino que su lana se habría utilizado para tejer vestimentas del mismo orden simbólico. De hecho, Betanzos señala un importante uso ritual de la vestimenta hecha de lana negra para la ceremonia de los orejones, donde los tales padres del mozo trujesen cierta lana negra, la que bastase para una camiseta para su hijo, y ansí traída, la repartiesen entre aquellas mujeres; y que otro dia, en aquel mesmo sitio, la hilasen é diesen hecha para su protección (Betanzos, 1880).
Sin embargo, el Niño del Plomo (8 años) no habría celebrado la ceremonia de perforación de orejas, puesto que esta la realizaban jóvenes de aproximadamente 15 años durante las fiestas asociadas al Sol, y con ello, su vestimenta debiera estar contenida en otro tipo de ritual relativo a su edad. Respecto a la perforación de orejas de infantes, existen casos estudiados en Ica, Perú, que indican que incas, wari e icas habrían horadado las orejas a niños de entre dos a seis años (Allison et al., 1983). Desprendiéndose de ello, variantes regionales respecto de simbolismos masculinos, al igual que el caso de las huaras del Niño del Aconcagua.
El tiempo agrícola-cazador en el altiplano. Un tiempo “oscuro”
Continuando con el análisis del unku/ccahua negra y su valor ritual, el uso de este color en el mundo aymara estaría asociado al tiempo, al tiempo de los purum pacha, pues tendría asociación con un tiempo antiguo. Para Gustavo Espinosa, la asociación existente entre puruma como tiempo en el mundo andino y purumpacha como “tiempo de tinieblas” está relacionado con una época antigua, un tiempo salvaje en oposición a la presencia del sol y la agricultura (Espinosa, 1996). Es decir, a un tiempo oscuro e incivilizado. En el diccionario aymara de Bertonio, puruma es sinónimo de choquela que significa “gente cimarrona” que vive en la Puna, cchoque es la papa, comida ordinaria de los indios y vocablo pacaje y cchamaca pacha, tiempo antiquísimo donde no había sol (Bertonio, 1612). Por otra parte, el término “choque” o “chaco” también estaría asociado a una ceremonia de caza (llamada chaqu o chaku) vinculada a ámbitos agrícolas y de pastoreo y al simbolismo de un sapo grande que vive en las profundidades del Lago Titicaca (Espinosa, 1996). Un sapo llamado chuquila asociado al culto al agua (Bouysse-Cassagne, 1987) y al choquela, “ósea al rayo” (Bouysse-Cassagne, 1988). Esta concepción del tiempo relacionado al desarrollo de la agricultura, la calendarización en torno a fenómenos astronómicos, como por ejemplo la aparición de las Pléyades y la cosecha de papas, involucra ámbitos civilizatorios que estarían asociados a aspectos territoriales. En este aspecto, Boysse Cassagne señala que purun o puruma está relacionado con las tierras de barbecho o desérticas, donde este término en algunos casos es asociado a los chuquila (sinónimo de puruma) y larilari, gente de la puna (montaña) que se sustenta de la caza, es decir, existe una concepción de espacio/tiempo (oscuro y salvaje) relacionado con una sociedad sin Estado (Bouysse-Cassagne, 1987). Estos cazadores de altura habrían vivido en el reino Lupaca a orillas del lago Titicaca, considerándoseles los guardianes del culto a las huacas (Bouysse-Cassagne, 1987). Este culto de los chuquila estaría vinculado a una deidad preaymara del mismo nombre, un Dios tronador que hace llover y granizar al igual que Illapa y Tunupa, existiendo claramente una superposición a un antiguo culto, como lo plantea Bouysse-Cassagne (1987; 1988). Para esta autora, la montaña (huaca) llamada achachila (ancestros) es un lugar misterioso, una zona de transición al espacio mítico, donde la única forma de controlar su poder es a través del rito mortuorio, fecundidad y oráculo (Bouysse-Cassagne, 1987). Este espacio de convergencia y oposición de los masculino (montaña) y femenino (agua), involucraría a la manifestación del poder del rayo/trueno (Tunupa), al orden de los urus (pescadores/abajo) y los chuquilas (cazadores/arriba), así como a los niños nacidos durante una tormenta (llamados chuquila), los cuales habrían sido concebidos por su madre y el trueno (Bouysse-Cassagne, 1987). De hecho, González Holguín, relaciona también a los Chhoqueylla con el relámpago del rayo (González Holguín, 1842). Debido a esta importancia mítica, los ritos de los cazadores de vicuña (choquelas) evocarían a sus achachilas con el fin de pedir protección y prosperidad hasta el día de hoy, donde los hombres utilizarían un traje negro de piel de llama. Temática ritual que abordaremos más adelante.
Construcción del textil/unku/ccahua
Concerniente a la construcción textil del unku del Niño del Plomo que podría guardar relación con un ámbito ritual altiplánico, encontramos que la trama de hilo pardo-negruzco, la cual corresponde a la superficie visible de la tela, está compuesta de un hilo de dos cabos muy gruesos hilados a la izquierda y torcidos a la derecha con débil torsión, mientras la urdiembre de hilo muy negro sería de torsión fuerte. Correspondiendo 42 hilos la urdiembre (vertical) y 5 de trama (horizontal) por centímetro (Mostny, 1959). Desde esta perspectiva Sophie Desrosiers, señala que los textiles masculinos de la sierra estarían caracterizados por poseer una urdiembre vertical y la de las mujeres una horizontal, implicando con ello ámbitos de dualidad, oposición y complementariedad. Correspondiendo a diversas formas de orden y división del espacio como categorías de estudio dentro del amplio pensamiento andino (Desrosiers, 1992). De hecho, la vestimenta masculina del rito de paso aymara llamado sucullo, estaría adornada por hilos verticales y la femenina por hilos horizontales (Bouysse-Cassagne, 1987). Siguiendo este planteamiento respecto de la verticalidad/masculino de la urdiembre como soporte del textil, la vestimenta del Niño/varón estaría envuelta en ámbitos de orden social-territorial que probablemente tengan relación con la función ritual de los cazadores (masculina/choquelas) de vicuñas, la división del tiempo mítico purum (oscuro) y el rito sucullo, el cual le permitiría recibir un nombre/identidad masculina dentro de su sociedad (Bouysse-Cassagne, 1987). Este ritual, el cual abordaremos con mayor profundidad más adelante, tendría por objetivo trasladar al niño desde el universo femenino, salvaje y sin formas de la madre, al mundo del padre, simbolizado a través del don del vestido (Bouysse-Cassagne, 1987).
Asimismo, respecto de estos ámbitos rituales-territoriales, la vestimenta posee como adornos cuatro tiras de cuero blanca de vicuña, con un punto de adorno en lana blanca gruesa muy torcida a modo de cordoncillo. Estas tiras son cosidas con una costura invisible de lana negra que toma puntadas blancas, rematadas con un adorno de flecos rojos con una fuerte supertensión. Correspondiendo a un trabajo fino (Mostny, 1959). Estas características estéticas deben ser analizadas como un todo dentro del textil, y no solo como adornos destinados a engalanar la prenda. Por ello creemos que esta vestimenta no corresponde a una camiseta ordinaria, sino que su fuerte confección (tela), fuerte urdiembre, doble hilo, colores negros, blancos y rojos, representan simbolismos destinados a la protección del Niño. Al igual que la pintura facial rojo-amarilla compuesta también por cuatro líneas. Pudiéndose relacionar los colores blanco-negro, amarillo-rojo a colores con las achachilas (Martínez, 1983). Asimismo, el uso de pigmentos rojos ha sido referido tempranamente por cronistas, relacionándolo con el culto al sol, donde el rojo y el amarillo es señal de que “quieren mochar al sol” (Ceruti, 2015). Encontrándose también este pigmento en el rostro de los Niños del Llullaillaco.
Cabe agregar dentro de este ajuar textil, que la chuspa de lana de vicuña color blanco-negro que acompañaba el Niño está compuesta por franjas anchas construidas a modo de espejo si la doblamos por la mitad. Asimismo, las divisiones geométricas cuatripartitas de la vestimenta negra (4 tiras blancas de cuero), podrían corresponder a límites y transiciones entre la luz y la oscuridad, lazos entre luz y sombra como manifestación del estado social y ritual en el que se encuentra el Niño, a un mundo que se desdobla entre el mundo de los vivos y los lugares peligrosos donde moran los achachilas. Para Arnold y López los bordes de los textiles “qutu” y “churu” corresponden a espacios de transición y transformación, a marcadores territoriales relacionados con espacios fértiles y sistemas de riego (Arnold y Espejo, 2013), y según Christine Lefebvre (2009), a “mojones” marcatorios de prácticas agrarias.
Antecedentes altiplánicos. Ritos asociados a ámbitos de fertilidad
Como hemos mencionado, el sucullo, corresponde a un rito altiplánico relacionado con la “presentación” de infantes, celebrado junto con la cosecha de papas, debido a que la papa corresponde al fruto que le da ritmo a un tiempo marcado por la fuerza vital de la tierra (Bouysse-Cassagne, 1987). Es decir, un tiempo relacionado a ámbitos de fertilidad, donde los individuos debían ingresar a través de un rito específico a la sociedad. Según lo informa Bertonio, este rito era celebrado en fechas coincidentes a Corpus Christi, y consistía en la participación de niños y niñas nacidos ese año, los cuales eran sacados a la plaza durante la cosecha de las papas. Dentro del rito, el tío materno del infante denominado Lari, era el encargado de marcarlos en su rostro con sangre de vicuña (Bertonio, 1612). Los niños vestían una ccahua negra entretejida en sus costados por tres hilos de color rojo, mientras las niñas llevaban la misma prenda entrelazada alrededor con hilos por delante a la altura de la cintura (Bertonio, 1612). Para Bouysse-Cassagne la sociedad aymara estaba cargada de fiestas durante el mes de junio debido a la aparición de las Pléyades. En este contexto, el calendario agrícola estaba regido por la aparición de las Pléyades o Cabrillas, las cuales también poseían un carácter oracular según su tamaño: pequeñas llamadas Pichcoconqui, las cuales auguraban una mala cosecha; y grandes llamadas Pochocorac o “las que mandan, hacen madurar las cosas” (Bouysse-Cassagne, 1987).
Si bien este rito considera a infantes de entre uno y dos años, y no a un niño de ocho años como el Niño del Plomo, creemos que existe una conexión entre este rito de paso y la vestimenta negra, pues como hemos revisado, el estado “salvaje” asociado a un tiempo mítico (oscuro, sin sol y agricultura) pudo ser expresado a través de este tipo de vestimenta (oscura), reflejando el paso de la ganadería nómade al sedentarismo agrario. No debiéndose obviar en este sentido, que el ritual de la Capacocha del cerro El Plomo fue llevado a cabo a metros del Glaciar de nombre Iver, el cual da origen a los afluentes del río Mapocho, río que fertiliza con sus aguas el valle del mismo nombre. Desde esta perspectiva, es posible conjeturar en primera instancia, que la vestimenta guardaría en su confección, mensajes de fertilización y civilidad según códigos de inclusión social aymaras.
Desde este mismo ámbito cultural, Cieza de León, nos informa acerca de un ritual agrario llevado a cabo en mayo de 1547, en la localidad de Lampas. Una provincia donde “sacrificaban hombres”. En dicho ritual efectuado en la plaza principal y liderado por caciques y principales ataviados con sus mejores vestimentas y peinados con trenzas, niños “hermosos” de “hasta doce años” eran vestidos a modo “salvaje” y cubiertos de borlas coloradas hacía abajo y estampas de oro y plata, acompañados por niñas de hasta diez años con una vestimenta similar, solo que estas usaban en sus espaldas un “cuero de león” y ambos llevaban diademas con plumas hermosas de muchos colores. Esta pareja representativa de las parcialidades de la provincia (arriba/abajo), escogían sacos de papas para ser marcados con la sangre de un “cordero” sacrificado con el objetivo de proteger la siguiente cosecha (Cieza de León, 2005).
Como hemos revisado, tanto en el ritual del sucullo como en rito de Lampas existe el orden del binomio niño y niña, mismo que se diferencia en detalles visibles de su vestimenta. Si bien, la indumentaria mencionada por Cieza de León (2005) en el rito de la papa se ajusta más a la del Niño del Plomo y su edad, tampoco es igual. Sin embargo, existen pequeños detalles que están presentes en el ajuar de este Niño, como, por ejemplo, la diadema con plumas, la camiseta a lo “salvaje” y sus bordes con terminaciones rojas, pudiendo reflejar ellas, el tiempo de transición entre una sociedad ganadera y agrícola. Mismo aspecto económico que podría estar presente en el valle del Mapocho al momento de la dominación inca (Pavlovic et al., 2019).
La danza de los choquelas y su relación con los auquénidos
Respecto de los choquelas, existe actualmente una danza alusiva a estos espacios de transición de la caza a la agricultura, celebrada en diversas partes del altiplano, tanto peruano, boliviano como chileno. Esta danza es llevada a cabo durante la fiesta de cosecha en zonas serranas, es decir, en junio, en épocas cercanas a Corpus Christi. Por otra parte, la vestimenta de los danzantes al igual que la música varía de zona en zona, estando relacionada al rito aymara que rememora la caza de vicuñas, a los antiguos Achachilas domesticadores de llamas representados a través de la vestimenta masculina negra con pieles de llama, poncho con rayas y adornos de flecos de lana de vicuña (Pino, s.f).
Contextualmente esta danza está vinculada a las tierras altas circumlacustres, de pastos duros y hábitat de vicuñas, a terribles heladas y fuertes granizadas, a la nieve que mata y da vida; a los cantos rituales de fecundidad de las mujeres lupaqa de Chucuito, que relatan la caza de la vicuña; a las fronteras o campos liminales en los que los mundos se abren se conectan tan peligrosa como favorablemente, de allí la importancia del rito. Donde prima la complementariedad de elevados cerros y profundas lagunas, donde el cazador Chuquila “marca los bordes entre la sociedad y el estado salvaje”, donde están aquellas “regiones que colindan con un mundo de fuerzas extrañas”, donde “las formas y los colores se pueden borrar o desdoblar” (Harris y Bouysse-Cassagne, 1988; citado en Gudemos, 2012).
Para Mónica Gudemos, la danza choquela tiene relación con el sacrificio y el principio de reciprocidad que devuelve a la tierra parte de lo que se ha tomado. El chacu (cazador) fecunda la tierra con sangre, fluido vital que hará nacer de sus entrañas lo necesario para nuevas cosechas. Un rito actual que manifiesta un tiempo atado a las observaciones de la naturaleza, a las manifestaciones que mantienen un equilibrio representado por el hombre y la mujer, a ancianos que representan a los viejos Apus o Achachilas y el pago que se les realiza a estos a través de ofrendas y libaciones a la tierra (Gudemos, 2012).
A propósito de estos choquela/cazadores, en el ajuar del Niño del Plomo existen dos estatuillas con forma de llama, una femenina de spondylus y otra masculina de oro. Su presencia evidenciaría la importancia cultural de la ganadería y el equilibrio existente entre lo femenino (agua/spondylus) y los masculino (oro/solar). Por lo mismo, la relación con los choquela se evidenciaría no sólo en su vestimenta, sino en estas dos estatuillas (illas). Un mundo que transita entre la ganadería y la agricultura, la importancia del agua y el simbolismo del mito de la Yakana y su asociación con el tiempo de lluvias, donde dicha constelación sería la progenitora de los rebaños y de su cámac (Gudemos, 2012) Asimismo y aludiendo a la importancia de los auquénidos, Gudemos, relata el vínculo existente entre el agua y la ganadería a través del mito de pacullamakuna. Este narra como una mujer emerge de una laguna llevando con ella illas o qonopas en forma de llama, las cuales entrega a su marido (cazador) en forma de dote para que este construya un corral donde dejarlas. Al amanecer el corral amanece lleno de llamas y alpacas, sin embargo, por descuido de su marido los animales mueren y ella retorna a la laguna junto a sus illas (Gudemos, 2012). Marcando con ello los ciclos de bonanza y necesidad en torno al cuidado del ganado y su relación con los espacios acuíferos.
Asimismo, Patrice Lecoq y Sergio Fidel en su estudio etnográfico acerca de la fiesta de marcación del ganado en una comunidad del Departamento de Potosí, Bolivia, señalan que las familias deben revitalizar el enqa o poder vital de los animales representado en figurines en forma de llama llamados sapaq illajanachu o qonopas. En la fiesta de marcación del ganado, estas figuras deben ser alimentadas al igual que los Apus con el objetivo de propiciar un buen año. Los auquénidos son asociados a espacios húmedos, lagunas, ríos y fuentes que constituyen lugares de origen o pacarinas, a las flores que emergen de ellas. Porque ellas mismas son flores, frutos de la tierra que se relacionan con el mundo de los muertos, la agricultura y el florecimiento de la vida (Lecoq y Fidel, 2003). Esta asociación puede evidenciarse en el caso del cerro El Plomo, a su condición de Apu (mayor altura del valle del Mapocho con 5.400 mts.) y a su condición de dador de vida a través del nacimiento de ríos, vertientes y saltos de agua. Aspecto que nos hace pensar que estas estatuillas estarían asociadas a la fundación de un espacio primigenio, fertilizador, civilizador y oracular, en torno a una acción petitoria relacionada con un pueblo ganadero (choquelas) y la intensificación de la agricultura del valle del Mapocho.
El niño del Aconcagua
Para contextualizar, el Niño del Aconcagua fue encontrado en enero de 1985 en una expedición integrada por deportistas del Club Andino de Mendoza, Argentina y el arqueólogo Juan Schobinger. A 5.300 mts de la montaña más elevada de los Andes (6.962 mts.), se descubrió un fardo funerario del cuerpo de un niño de 7 años junto a una serie de piezas, y a 50 centímetros de él, un pequeño nicho semicircular que contenían tres figuras antropomorfas masculinas vestidas y tres estatuillas zoomorfas (llamas). Posiblemente este Niño pertenezca étnicamente a una cultura costeña debido al tipo de fardo funerario, mantos de algodón con aves, ponchillo, corola de plumas y sandalias de maguey (Abal de Russo, 2010).
Nuestro interés precisamente se centra en una de las estatuillas masculinas y su vestimenta: un unku de color negro. Esta al igual que las otras figuras no presenta tupacochor, lo que hace conjeturar que no representarían al Inca, sino a un Señor étnico (Abal de Russo, 2010). Asimismo, esta figura de plata no presenta las orejas horadadas, pero si un llautu, detalle no menor si consideramos que la estatuilla masculina de plata del cerro El Plomo si tiene las orejas perforadas. Por lo que dicho detalle no correspondería a una decisión estética del productor, sino a un ámbito de representación política dentro de ambas Capacochas.
La vestimenta de este posible “Señor étnico” está compuesta por un tocado de cinco plumas rojas sujeto por un hilo blanco a una espátula de caña, una manta o yacolla color beige natural y bordes en bicromía alterna color marrón-rojo, una chuspa cuya urdiembre es verde-castaño oscuro-rojo-amarillo y su trama castaño claro y una camiseta o unku, cuya urdiembre es verde y su trama castaño oscuro negruzco. Sus fibras se encuentran sin teñir y posee terminaciones en sus bordes de color rojo, verde, amarillo, castaño oscuro y blanco (Abal de Russo, 2010). Siendo esta estatuilla la única conocida hasta el momento con una camiseta de estas características. Creemos que posiblemente exista una conexión política/simbólica entre esta Capacocha y la del cerro El Plomo debido a que ambos Apus se visibilizan mutuamente desde sus cumbres, marcando un ámbito territorial constreñido en una ideología de demarcación (Sanhueza, 2012), además de la sabida incursión de grupos lupacas que habrían participado de la conquista meridional inca y de Chile Central (Vera, 2015), y a la existencia de un centro textil en la zona del lago Titicaca (Martínez, 2005). De hecho, el mismo nombre “Aconcagua” podría ser la derivación de un vocablo aymara hanku: blanco/ccahua: camiseta; anco: fértil/cahua: extremo (Sotomayor y Stehberg, 2002-2005). Por otra parte, referente a la estatuilla descrita por Clara Abal de Russo (2010), si efectivamente estas representaciones constituyen la “presencia de un Señor étnico” dentro del rito, ello posibilita pensar que, debido a su vestimenta oscura esta figura esté relacionada con el mundo altiplánico.
Los niños del Llullaillaco
En 1999 el equipo de arqueólogos liderados por Johan Reinhard y Constanza Ceruti, encontraron en el volcán Llullaillaco a 6.700 mts., los cuerpos de tres niños. Dentro de estos infantes, y aludiendo al ámbito de comparación de nuestro interés, está el cuerpo de un Niño de 7 años, hallado junto a una escena de pastoreo representada por dos estatuillas masculinas y tres figuras de auquénidos (Abal de Russo, 2010). Además, dentro de sus características corporales, posee una deformación craneal, la cual pertenecería a un subgrupo andino, conocida como “aymara”, reconocible debido a que cada provincia habría adoptado sus propias formas (Abal de Russo, 2010). Asimismo, usa en su cabeza un llautu con una honda a la usanza inca y su cabello corto, lo cual indicaría su condición de privilegio dentro de la nobleza Inca (Abal de Russo, 2010). En su muñeca derecha, al igual que el Niño del cerro El Plomo, lleva puesto un brazalete de plata, señalándose que este tipo de emblema habría sido portado por personajes encumbrados del Collasuyu (Abal de Russo, 2010). Otro aspecto relevante dentro de este hallazgo refiere a la Niña conocida como la “Doncella”, pues usa un peinado trenzado similar al del Niño del Plomo, mientras la “Niña del Rayo”, porta un emblema en su cabeza que sería representativo de pueblos altiplánicos localizados en la zona sur del Perú y norte de Chile (Horta, 2016).
La pieza del ajuar del Niño del Llullaillaco que despierta nuestro interés corresponde a una camiseta o unku negro ubicada debajo de este infante. Esta prenda consiste en una tela regular lisa de 53 cm. de alto y 46 de ancho (Ceruti, 2015), doblada por sí misma en una pieza, con una abertura central para la cabeza a manera de poncho (Abal de Russo, 2010). A partir de los 18,5 cm. sus bordes laterales se encuentran cocidos con un hilo rojo, tal cual lo relata Bertonio para la prenda utilizada por infantes en el sucullu (Bertonio, 1612). Las dimensiones de este textil corresponderían al tamaño de un niño de dos años, conjeturándose que esta prenda podría haber sido usada por este Niño en su primera infancia durante el ritual del sucullo (Abal de Russo, 2010).
Respecto a los ámbitos comparativos entre esta camiseta y la usada por el Niño del Plomo, Abal, señala que la diferencia radica en las cuatro franjas de piel blanca y bordes rojos que acompañan a este último textil, y que etnográficamente, comunidades q’ero del Departamento de Cusco, continúan confeccionando túnicas masculinas negras en tejido faz de urdiembre, decoradas con ribetes rojos (Abal de Russo, 2010). Además, la camiseta negra del Niño del Llullaillaco posee una urdiembre de 15 por 6 de trama, ubicándonos nuevamente en el contexto masculino serrano señalado por Desrosiers (1992), al igual que la urdiembre de la vestimenta del Niño del cerro El Plomo. Sin embargo, su color no sería específicamente negro, sino un pelo oscuro casi negro de coloración café (Abal de Russo, 2010).
Referenciando esta construcción textil aymara, Christine Lefebvre (2009) señala que las camisetas lupacas eran hechas con dos hilos torcidos para una mayor resistencia de la urdiembre, puesto que esta soporta toda la tensión y torcida. Recordándose que la camiseta del Niño del Plomo posee esa característica. Además, Lefebvre (2009) agrega, que los textiles tradicionales son siempre tejidos de cara urdiembre, donde el número de hilos urdiembre sobrepasa una proporción que varía de tres o cinco por uno la trama. Dentro de este contexto, esta autora señala que los tejidos más finos alcanzaban hasta 38 urdiembre por centímetro, mientras que como se señaló en párrafos anteriores, el unku del Niño del Plomo posee 42 urdimbres y 5 tramas en un centímetro de cara urdiembre. Siendo la estructura urdida de 3 a 8 la trama, consideradas como estructuras complejas (Arnold y Espejo, 2013). Según los datos del unku del Niño del Llullaillaco, 15 urdiembre por 6 de trama por cm2 (Abal de Russo, 2010), y el pequeño unku negro de la estatuilla del Aconcagua, 16 urdiembre por 9 de trama por cm2 (Abal de Russo, 2010), el del Plomo sería más resistente en su construcción por centímetro cuadrado, lo que en su condición simbólica podría constituir una mayor protección ritual, a pesar de que su hilado no está torcido hacia la izquierda y no cumpliría con la condición “mágica”. Sin embargo, los remates en supertensión de sus bordes rojos se adecuarían a ámbitos de protección altiplánicos (Lefebvre, 2009).
Conclusiones
El estudio realizado por el equipo de Grete Mostny tiene a la fecha más de sesenta años, aspecto que nos lleva a incluir nueva información, cuestionamientos y planteamientos frente a la importancia de la vestimenta del Niño del cerro El Plomo bajo estructuras simbólicas no incaicas. Frente a ello, es relevante destacar en esta y otras Capacochas, la apertura multicultural de estudio actual frente al significado y función de dichas vestimentas dentro del ritual. Permitiéndose con ello discutir acerca del rol político y simbólico de las etnias participantes dentro del más importante rito incaico. Por ello, los marcos comparativos de ritos aymaras en el contexto de la Capacocha del cerro El Plomo en conjunto con la información contenida dentro de otras Capacochas celebradas en la zona del Collasuyu, posibilitan pensar en la participación no solo militar de grupos altiplánicos dentro de los sistemas ideológicos de dominio inca, sino en la construcción de un espacio multicultural de interacción territorial regional, política, ideológica y económica dentro del rito. Ubicando con ello, espacios simbólicos de poder a través de la relocalización de sus ancestros y sus acciones civilizatorias sobre los territorios conquistados.
El acercamiento al significado ritual, social y cultural de la ccahua (aymara) del Niño del Plomo permite dimensionar la importancia de un mensaje político, que al parecer posee connotaciones multiculturales que complejizan el lenguaje ritual más allá de la materialidad simbólica inca. En este sentido, el sacrificio de niños, mujeres y hombres tampoco constituye una forma de resolución de acuerdos políticos y oraculares solamente incaica, debido a que los mecanismos de reciprocidad andina están contenidos dentro de sistemas ideológicos afines que permitirían codificar y decodificar el mensaje ritual por todos los participantes involucrados. Sin ello, la celebración del rito y su función no tendrían sentido.
Por otra parte, es importante destacar dentro del contexto estructural del unku/ccahua, la existencia de una carga estética, política y social determinada por el color, forma, adornos y accesorios de su vestimenta, convirtiendo al sacrificado en el soporte de la acción lingüística dentro del rito; mientras que la urdiembre y trama del tejido en el soporte protector que lo acompañara en el viaje entre el tiempo de los hombres y el de los dioses. Asimismo, si consideramos la posibilidad de que el Niño del cerro Plomo pertenezca étnicamente a espacios altiplánicos, como el Lupaca, la ccahua negra no sería cualquier vestimenta, sino la más importante y distintiva dentro de este ámbito cultural, y por lo mismo utilizada dentro de esta Capacocha. Su firme urdiembre negra, tramado oscuro, lana negra de llama, terminaciones de piel blanca de vicuña y ribetes rojos, nos hacen creer que la composición de este textil tiene relación con una estética que expresa tiempos civilizatorios, dioses fertilizadores, cultos agrícolas y ámbitos territoriales que marcan desde el nacimiento de aguas del Apu del cerro EL Plomo un punto visible de apropiación territorial inca-altiplánico del valle del Mapocho. Un pacto político relacionado con la utilidad del valle y la intensificación agrícola del territorio. Por lo mismo, rituales aymaras como el sucullo o el de la cosecha de la papa, deben ser considerados dentro del análisis de este textil y esta Capacocha, aunque la exactitud etnohistórica descriptiva no sea exacta.
Resumen
Introducción
Algunas consideraciones etnohistóricas y arqueológicas acerca de una Capacocha
Antecedentes y discusiones. La vestimenta del niño del Cerro el Plomo
a. El uso de waras
b. El uso ritual del color negro
Construcción del textil/unku/ccahua
Antecedentes altiplánicos. Ritos asociados a ámbitos de fertilidad
La danza de los choquelas y su relación con los auquénidos
El niño del Aconcagua
Los niños del Llullaillaco
Conclusiones